El
periodista barranquillero falleció a los 51 años de edad, tras librar una
fuerte batalla contra el cáncer.
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Con 51 años, a Ernesto McCausland la vida le alcanzó para hacer radio, televisión, prensa, literatura, cine, documentales: un torrente narrativo en 1.200 crónicas radiales, en seis
películas y varias decenas de crónicas en prensa y televisión. Un cuerpo de
trabajo que le valió cinco premios de periodismo Simón Bolívar (entre estos el de Vida y Obra entregado el mes pasado) y un
largo etcétera de otros reconocimientos que honraron su trabajo, más que
periodístico, como diario narrador de una realidad desbordante.
Arrancó su carrera en 1982 en el
diario barranquillero ‘El Heraldo’, en donde se quedó como reportero hasta 1987, año en el cual
sufrió su primer cambio de piel, pues pasó a ser columnista del periódico,
posición que retuvo hasta 2010. El 2 de enero de ese año asumió como editor
general y director encargado de una publicación que lo vio crecer como periodista
y de la cual nunca terminó de separarse, por más que trabajó para más de una
decena de otros medios (Caracol TV, QAP,
Caracol Radio, Cromos, Soho, Cambio, entre otros).
Su camino profesional empezó con la
prensa escrita, un amor que mantuvo toda su vida, aunque simultáneamente (en
1982) también le dio rienda suelta a sus trabajos en radio como codirector del
programa ‘Crónicas de la calle’; entre 2000 y 2006 fue periodista de ‘6 AM’ de Caracol Radio.
La crónica fue el género que más
cultivó McCausland. “¿Por qué cree que habríamos entendido mejor el berenjenal que
es este país si los periodistas lo hubiéramos abordado más en son de crónica
que de reportaje o noticia?”; la pregunta fue de Gustavo Gómez. La respuesta:
“Porque seríamos más integrales, más sinceros, en el relato”.
Hablar de la guerrilla sin los
bombazos, sin los muertos, sin la cara más cruda de la violencia, pero aún con
la zozobra de la guerra bien puesta en palabras. Esto es lo que sucede en ‘El día en que llovieron plátanos’, un texto publicado en
1996 en ‘El Heraldo’, en el que McCausland narra cómo la
llegada de un tractomula cargada con estos frutos alteró por completo la rutina
de un pueblo de la costa en algunos de los peores tiempos de violencia; el
escrito fue incluido por Daniel Samper Pizano en ‘Antología de grandes reportajes
colombianos’.
Una narración limpia, sin mayores
pretensiones, que da cuenta del terror sin recurrir a un informe de Medicina
Legal o a las declaraciones del oficial a cargo. “Prevenido como estaba con la
guerrilla, Luis Alfredo sospechó primero que el cargamento de plátanos
estuviera siendo utilizado para camuflar armas. Luego fue más allá y se le
ocurrió que si en la población de Chalán, Sucre, la guerrilla había inaugurado la modalidad terrorista del
burro-bomba, nada de raro tenía que ahora estuviera innovando con el
camión-bomba”.
La costa atlántica fue uno de los
temas más recurrentes en sus relatos, un mundo que ante sus ojos suele oscilar entre el caos y la
sorpresa, una fina línea en la que se pueden redactar informes de desarrollo y
pobreza para organizaciones sin ánimo de lucro, noticias “de color” para
adornar las emisiones del medio día de los noticieros o textos que desde lo
cotidiano apuntan a reflejar cosas más grandes, a veces la imagen de todo un
país transmitida desde una polvorienta carretera que se pierde entre la sombra
de matas de plátano.
“Mulford siente que ha hallado al
interlocutor ideal para relatar sus desventuras de gabólogo solitario. En 1982,
cuando la radio colombiana amaneció jubilosa con la noticia de que García Márquez acababa de convertirse en el primer Nobel colombiano, el buen
profesor salió regocijado a la calle, esperando encontrarse a un pueblo de
fiesta. Pero no. Lo único que halló fue a un grupo de alcohólicos en una
esquina que se burlaron de él. ‘Mulford’, le gritaron, ‘¿Ya supiste que tu
marido se ganó el Nobel?’, se lee en ‘Aracataca,
muchos años después’, crónica publicada en 2001 en ‘El Heraldo’ y perteneciente al libro ‘Antología de grandes crónicas colombianas’.
McCausland, el hincha: ferviente
seguidor del Júnior de Barranquilla. Como toda gran pasión, su equipo podía sacar lo mejor y lo
peor de él. Alegrías, pero también fuertes regaños si los datos del partido no
eran actualizados minuciosamente, y a tiempo, en la versión digital del
periódico. Amor de devoto.
McCausland, el jefe. Un recuerdo colectivo lo evoca como una máquina de trabajar,
una especie de robot con acento de la costa que desde muy temprano en la mañana
ya estaba enterado de las noticias del momento (que algunas veces no dudaba en
comunicar por teléfono a sus redactores cuando aún el sol no había salido) y
quien generalmente no salía de su oficina hasta bien entrada la noche. Muchos
sábados los dedicó a compartir sus experiencias a jóvenes interesados en el
mundo del periodismo, como parte de la Escuela de Redacción Olga Emilini, una iniciativa impulsada por ‘El Heraldo’.
Un verdadero creyente en ser multimedia, así el término no
hubiera sido muy popular cuando McCausland comenzaba a mezclar la prensa con la
radio, la radio con la televisión, la televisión con el cine, el cine con los
documentales, los documentales con la literatura.