El pueblo romano creció y se desarrolló desde la ciudad de Roma hasta formar uno de los mayores imperios conocidos por la historia. En su devenir, que abarca aproximadamente desde el siglo VII a.C. hasta el siglo V d.C., los romanos entraron en contacto con muchas otras culturas, pero una de ellas los marcó como ninguna otra: la griega.
Si bien Roma no se distinguió por su originalidad, sino por su enorme capacidad para asimilar e imitar las tecnologías, organizaciones y pensamientos de otros, en el campo del arte y de la literatura su modelo fue sin duda el griego. La literatura griega se erigió así en los cimientos de la literatura romana, si bien ésta la renovó en algunos aspectos y la presentó a la historia en su forma final.
RÓMULO y REMO
Según la leyenda, Roma fue fundada en el 753 a.C. por Rómulo y Remo, los hermanos gemelos hijos de Rea Silvia, una virgen vestal. Rómulo y Remo fueron abandonados para que se ahogaran en las orillas del Tibes. Allí los encontró una loba, que se los llevo amamanto y crió. Ya adultos, los hermanos regresaron al lugar donde habían sido abandonados y allí fundaron la ciudad de Roma.
Los romanos, por lo general, fueron escasamente originales en cuanto al arte puesto que, tras la conquista definitiva de Grecia en el siglo II a.C., y casi completado uno de los mayores imperios que ha visto la Historia, se afanaron ante todo en “imitar”, adaptar y, en lo posible, superar, el modelo cultural heleno que consideraban único. Así pues, nos encontraremos con una literatura “de asimilación”, de semejanzas (en el teatro, la lírica y la filosofía) pero también de cierta renovación (en la prosa sobre todo) que se desarrolló con particular brillantez entre los siglos I a.C. y I d.C., la llamada “época clásica” o “época de oro” de la literatura latina.
EL TEATRO DE PLAUTO
Vivió nuestro primer autor los tiempos de la segunda gran guerra entre las entonces potencias políticas y militares del Mediterráneo, Roma y Cartago, las llamadas “Guerras Púnicas”, a caballo de los siglos III y II a.C.
Plauto fue un hombre de condición humilde que dedicó casi toda su vida a la comedia, género teatral preferido por el burlón carácter romano en lugar de la tragedia, y para ello tomaba como ejemplo argumentos, ambientes y personajes de tipo griego.
Eran tiempos de un teatro incipiente, con un público socialmente variado y de escasa cultura que se reunía en graderíos provisionales de madera, dispuesto, sobre todo, a pasar un buen rato, participando en un espectáculo (“ludus”) muy entretenido. Por esta razón, porque daba al público lo que éste más pedía, Plauto tuvo un gran éxito en su tiempo, escribiendo y representando un teatro ágil, muy divertido, repleto de sucesos rápidos, equívocos, juegos de palabras, bromas, con un lenguaje coloquial cotidiano y acompañado de música.
Acto IV - Escena X
Euclión.- ¿Quién está hablando por aquí?
Licónides.- Soy yo, un desgraciado.
Euclión.- Yo sí lo soy, y terriblemente arruinado; yo, que ando abatido por tantos males y pesares.
Licónides.- Ten buen ánimo.
Euclión.- ¿Y cómo podría animarme?
Licónides.- De esto que te tiene tan preocupado, yo soy el culpable. Lo confieso.
Euclión.- ¿Qué oigo?
Licónides.- La verdad.
Euclión.- ¿Qué daño te causé yo, joven, para que obraras así y nos echaras a perder, a mí y a los míos?
Licónides.- Un dios me empujó a hacerlo. Él me arrastró hacia ella.
Euclión.- ¿Cómo?
Licónides.- Reconozco que obré mal y sé que soy culpable. Por esto vengo a rogarte que, benignamente, sepas concederme el perdón.
Euclión.- ¿Cómo has podido atreverte a tocar lo que no era tuyo?
Licónides.- ¿Qué se puede hacer? El mal ya está hecho. No es posible hacer nada más. Creo que así lo quisieron los dioses, puesto que sin su voluntad la cosa no hubiese sucedido; de eso estoy seguro.
Euclión.- Yo también estoy seguro de que los dioses quieren que te deje morir bien atado, en mi casa.
Licónides.- No hables así.
Euclión.- Pues, ¿por qué la tocabas sin permiso? Era mía.
Licónides.- Lo hice por culpa del amor y del vino.
Euclión.- ¡Ah, gran desvergonzado! ¿Con semejante discurso te has atrevido a venir, imprudente? Si esto es ley, y con esto pudieras excusarte, podríamos ir a robar las joyas de las señoras, en plena luz del sol. Después, si nos cogían, nos excusaríamos diciendo que lo hacíamos impulsados por la embriaguez o el amor. Demasiado baratos deben costar el vino y el amor, si el borracho y el amante pueden satisfacer, a su gusto, todos los caprichos.
Licónides.- Pero si he venido por propia voluntad a pedirte perdón por mi locura.
Euclión.- No me gustan los hombres que, cuando ya han hecho el mal, suelen venirte con excusas. Tú sabías muy bien que no era tuya. No debiste tocarla para nada.
Licónides.- Puesto que me he atrevido a tocarla, no te pido más que el poderla conservar, por encima de todo.
Euclión.- ¿Conservarla, a pesar mío y siendo mía?
Licónides.- No deseo obtenerla, en contra de tu voluntad, pero creo que ella me pertenece. Además, Euclión, al punto vas a convencerte de que conviene que ella sea mía.
Euclión.- ¡Sí, por Hércules! Yo te llevaré enseguida junto al pretor y le diré que te abra un proceso, si no me la devuelves.
Licónides.- ¿Yo? ¿Qué tengo que devolverte?
Euclión.- Lo mío que me has robado.
Licónides.- ¿Que yo he robado algo tuyo? ¿Dónde? ¿De qué se trata?
Euclión.- (Irónicamente) ¡Quiérame bien Júpiter, de modo que tú no lo sepas!
Licónides.- Si no me dices lo que pides...
Euclión.- Hablo de la olla de oro, esto es lo que pido; aquella olla que tú mismo has dicho que habías robado.
Licónides.- ¡Por Pólux, yo no he dicho ni hecho semejante cosa!
Euclión.- ¿Dices que no?
Licónides.- Ya lo creo. Digo que no, una y mil veces. Nada sé, ni he oído hablar tampoco del oro, ni de la olla que dices.
Euclión.- Veamos. Aquélla que te has llevado del bosque de Silvano. Devuélvemela y estaría de acuerdo en dividirla contigo, mitad y mitad. Aunque seas un ladrón, no me disgustas. ¡Vamos, devuélvela!
Licónides.- Tú estás loco, tratándome de ladrón. Creía, Euclión, que estabas al corriente de otra cuestión que me con cierne a mí. Sobre ella, quiero hablarte con toda tranquilidad, si tienes tiempo.
Euclión.- Dime con toda sinceridad, ¿no has robado el oro?
Licónides.- No, con sinceridad lo digo.
Euclión.- ¿Y no sabes quién lo ha robado?
Licónides.- No, y también lo digo sinceramente.
Euclión.- Si supieses quién la ha robado, ¿me lo dirías?
Licónides.- Te lo diría.
Euclión.- ¿No aceptarías tampoco una parte del que la tiene, ni encubrirías al ladrón?
Licónides.- No, tampoco.
Euclión.- ¿Y si me engañas?
Licónides.- Entonces, que Júpiter haga conmigo lo que quiera.
Euclión.- Bueno, ya tengo bastante. Ahora, dime lo que querías decirme.
Licónides.- Por si no nos conoces, ni a mí ni a mi familia, aquí vive mi tío (señalando la casa de Megadoro). Mi padre era Antímaco y yo me llamo Licónides. Mi madre es Eunomia.
Euclión.- Ya conozco esta familia. Pero me gustaría saber qué quieres.
Licónides.- Tú tienes una hija.
Euclión.- Sé, está en casa.
Licónides.- La has prometido, según creo, a mi tío.
Euclión.- Veo que estás enterado.
Licónides.- Pues bien, me ha enviado a decirte que él renuncia a ella
Euclión.- ¡Renuncia, cuando ya todo está a punto y la ceremonia también está preparada! ¡Que todos los dioses y diosas inmortales le pierdan! Por su culpa, yo he perdido hoy todo aquel oro.
Licónides.- Tranquilízate y no digas esas palabrotas. Ahora, para que todo vaya a salir bien para ti y para tu hija, di: "¡Así lo quieran los dioses!"
Euclión.- ¡Así lo quieran los dioses!
Licónides.- Y así lo quieran los dioses también para mí! Pero escucha. No hay ningún hombre, por poco que valga, que no sienta vergüenza por una falta que haya cometido y no quiera justificarse. Por todo lo que más quieras, Euclión, si en mi locura hice algo malo contra ti o contra tu hija, perdónalo Y dámela por esposa, tal como manda la ley. Ya lo reconozco; abusé de tu hija en la víspera de la fiesta de Ceres: el vino, la fuerza de la juventud.
Euclión.- ¿Qué oigo? ¡Qué mala noticia!
Licónides.- ¿Por qué te quejas? Yo he hecho que seas abuelo en las bodas de tu hija. Porque tu hija ha dado a luz, al cabo de nueve meses. Haz cuentas. Por esto, mi tío ha renunciado a ella en mi favor. Entra y podrás ver si es verdad todo cuanto te digo.
Euclión.- ¡Estoy completamente perdido! ¡Tantas desgracias se vienen uniendo a mi desgracia! Entraré para ver qué hay de verdad en todo esto.
Licónides.- enseguida vengo. (Solo). La cosa parece que ha llegado ya a puerto seguro. Pero no sé dónde debe estar mi esclavo Estróbilo. Tendré que aguardar aquí un rato, después voy a ir adentro, con Euclión. Mientras tanto, él podrá informarse por boca de la vieja nodriza que sirve a la hija: ella lo sabe todo.
Plauto, Aulularia, Acto.IV, Escena.X
EL FINAL DE LA REPÚBLICA: JULIO CÉSAR Y CICERÓN
En el siglo I a.C. se producen en Roma convulsiones políticas y sociales, incluso guerras civiles que van a liquidar el modelo institucional de siglos: la República de los magistrados y Senado. El sistema de gobierno que dio a Roma la primera grandeza se va resquebrajando sin remisión, y será esta época de crisis la que produzca dos de los nombres más ilustres del mundo antiguo: Julio César y Cicerón.
JULIO CÉSAR
Cayo Julio César fue un político y militar de familia patricia que alcanzó enorme importancia en su tiempo, y ha llegado hasta nuestros tiempos como una leyenda. Tras ocupar todos los cargos de la carrera política romana, llegó a la Galia como Procónsul con el objeto de conquistarla para Roma. Finalizadas sus campañas, después de diez años, regresó a Roma, inició una guerra civil contra su gran rival Pompeyo, y terminó con el sistema republicano, imponiendo un gobierno personal que sería el germen de los futuros regímenes de los “emperadores”. Finalmente murió asesinado en los “idus de marzo” del año 44 a.C. por la mano de nostálgicos republicanos que le consideraron un traidor y usurpador de los tradicionales poderes.
Además de su genio y talante, nos han quedado de César dos documentos de excepcional interés y calidad, que han servido como paradigma de la lengua latina durante siglos. En primer lugar, sus Comentarios sobre la Guerra de las Galias, una obra modélica que escribió como testimonio de sus batallas y victorias en su tierra proconsular, con afán de objetividad pero enalteciéndose a sí mismo con orgullo, en forma de “informes” que justificaran sus acciones ante los ojos del poderoso Senado de Roma. Entre sus páginas nos encontramos decenas de luchas con los más diversos pueblos de la Galia, Bélgica, Britania y Germania, descripciones de las costumbres de éstos (los druidas, por ejemplo) o los enfrentamientos casi épicos con poderosos jefes enemigos (entre otros destacamos al germano Ariovisto y al más conocido Vercingetorix, rey de los Arvernos).
CICERÓN
Marco Tulio Cicerón es conocido en la Historia como “el orador por excelencia”, siendo considerado entonces este oficio público, tan romano en sus orígenes, como el de político y abogado. Compartió los peligrosos tiempos de César siendo, además, su rival ideológico y político.
Cicerón es autor de diferentes géneros y personifica también un modelo clásico de la consistencia y precisión de la lengua latina. De sus obras destacamos las filosóficas (con títulos como De Republica y De Legibus) y, sobre todo, los discursos de diferentes causas judiciales: las Catilinarias contra el revolucionario Catilina, que intentó por la fuerza obtener el poder cuando Cicerón era cónsul de Roma, o las Filípicas, violentos ataques contra Marco Antonio, heredero de la memoria de Julio César, que acabaron costándole la vida.
Cicerón. Año 63 a. de J.C. Primera Catilinaria.
Quousque tandem abutere, Catilina, patientia rostra? O tempora! O mores!
¿Hasta cuándo, Catilina, has de abusar de nuestra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Pala tino, ni la diurna vigilancia de la ciudad, ni las alarmas del pueblo, ni el acuerdo de los hombres honrados, ni este fortísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las frases amables y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tú conjuración fracasada por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo y que has hecho anoche y anteanoche, dónde estuviste, a quiénes convocaste y qué resolviste? ¡Oh, qué tiempos, qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul y, sin embargo, Catilina vive! ¡Qué digo vive! Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los que de nosotros designa a la muerte. ¡Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la República previn ien do las consecuencias de su furor y de su espada! Ha Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas.
Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta República la virtud de que los varones esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la República ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes faltamos a la República.
En pasados tiempos, decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara de la salvación de la República , y antes de anochecer había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intento sedicioso, sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antecesores, y había muerto también el consular M. Fulvio con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules C. Mario y L. Valerio, la salud de la República. ¿Transcurrió un solo día sin que la vindicta pública se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe y la del pretor C. Sevilio? ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace veinte días la espada de nuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Si yo cumpliera ese decreto, morirías al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en extremo tan terrible a la República, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía. Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la República : crece por día el número de los enemigos; el general de ese ejército, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta le vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno a la República. Si ahora ordenara que te prendieran y mataran, Catilina, creo que nadie me tachase de cruel, y temo que los buenos ciudadanos me juzguen tardío. Pero lo que ha tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo todavía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de muchos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la República, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas.
¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas, ni las paredes de una casa particular contiene los clamores de la conjuración? Si todo se sabe, si se publica todo. Cambia de propósito, créeme; no pienses en muertes ni en incendios. Cogido como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día y te lo voy a demostrar. ¿Recuerdas que el 21 de octubre dije en el Senado que en un día fijo, seis antes de las calendas de noviembre, se alzaría en armas C. Malio, secuaz y ministro de tu audacia? ¿Me equivoqué, Catilina, no sólo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día? Dije también en el Senado que habías fijado el quinto día antes de dichas calendas para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como por impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás, acaso, que aquel mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún movimiento pudiste hacer contra la República y decías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí que había quedado, te dabas por satisfecho? ¿Qué más? Cuando confiabas apoderarte de Preneste, sorprendiéndola con un ataque nocturno, el mismo día de las calendas de noviembre, ¿no advertiste las precauciones por mí tomadas para asegurar aquella colonia con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas que yo no oiga o vea o sepa con certeza. Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas; parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Malio, te desea como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo, cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos ya que agradecer a los dioses inmortales y a este Júpiter Stator, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad. No se consentirá más que por un solo hombre peligre la República. Porque si ordenara matarte, quedarían en la República las bandas de los demás conjurados, pero si te alejas (como no ceso de aconsejarte), saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turbamulta que es la hez de la República. ¡Y qué, Catilina! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar?
EL COMIENZO DEL IMPERIO: VIRGILIO, HORACIO Y OVIDIO.
Muerto Julio César, su sobrino y nieto adoptivo Octavio Augusto se convertirá en el creador de la primera dinastía imperial romana bajo el título de "princeps". Tras una etapa de enfrentamientos y nuevas guerras civiles, además de conflictos en las provincias (los belicosos cántabros y astures, por ejemplo) se inaugura a finales del I a.C. en Roma lo que habrá de conocerse con el nombre de "pax romana", un largo período de tranquilidad política, de paz, que se reflejará en el testimonio de muchos artistas en honor de su "príncipe". Escritores, escultores, arquitectos, etc. que comparten todos ellos una ideología común: recuperar los tradicionales valores que hicieron de Roma una potencia.
VIRGILIO
Publio Virgilio Marón es el creador de la obra más representativa e importante de la literatura latina, el poema épico titulado La Eneida. Constituido por 12 libros (o capítulos), que se estructuran en dos partes diferenciadas: la primera de ellas (libros 1 a 6) semeja la Odisea pues narra el viaje de Eneas, el protagonista, mientras que la segunda (libros 7 a 12) se parece a la Ilíada al contarnos repetidos sucesos bélicos.
En la Eneida se cuentan las peripecias del príncipe troyano Eneas, que logra escapar de la ciudad desolada por los griegos, acompañado por parte de su familia y algunos compañeros, con el destino de dirigirse hasta las tierras italianas y fundar allí un nuevo linaje, del cual surgirán luego los romanos. Entre los episodios más relevantes de la primera parte destacan especialmente dos: su relación amorosa y trágica con Dido, la reina de Cartago, y la visita de Eneas a la Sibila de Cumas, que le conduce hasta la entrada de los infiernos, en los que podrá ver a su fallecido padre y a los hombres que serán ilustres en la futura Roma.
LA ENEIDA.
Primer libro.
Eolo desata los vientos sobre Eneas.
Y los vientos como en escuadrón cerrado, se precipitaron por la puerta que les ofrece, y levantan con sus remolinos nubes de polvo. Cerraron de tropel con el mar, y lo revolvieron hasta sus más hondos abismos el Euro, el Noto y el Abrego, preñado de tempestades, arrastrando a las costas enormes oleadas. Síguese a esto el clamoreo de los hombres y el rechinar de las jarcias. De pronto las nubes roban el cielo y la luz a la vista de los Teucros; negra noche cubre el mar. Truenan los polos y resplandece el éter con frecuentes relámpagos; todo amenaza a los navegantes con una muerte segura. Afloja entonces de repente el frío los miembros de Eneas; gime, y tendiendo a los astros ambas palmas, prorrumpe en estos clamores "¡Oh, tres y cuatro veces venturosos, aquellos quienes cupo en suerte morir a la vista de sus padres bajo las altas murallas de Troya! ¡Oh, hijo de Tideo, el más fuerte del linaje de los Dánaos! ¿No me valiera más el haber sucumbido en los campos de Ilión, y entregado esta alma al golpe de tu diestra, allí donde Héctor yace traspasado por la lanza de Aquiles, donde yace también el corpulento Sarpedonte, donde arrastra el Simois bajo sus ondas tantos escudos arrebatados y tantos yelmos y tantos fuertes cuerpos de guerreros?". Mientras así exclamaba, la tempestad, rechinante con el vendaval, embiste la vela y levanta las olas hasta el firmamento. Pártense los remos, vuélvese con esto la proa, y ofrece el costado al empuje de las olas; un escarpado monte de agua se desploma de pronto sobre el bajel. Unos quedan suspendidos en la cima de las olas, que, abriéndose, les descubren el fondo del mar, cuyas arenas arden en furioso remolino. A tres naves impele el Noto contra unos escollos ocultos debajo de las aguas, y que forman como una inmensa espalda en la superficie del mar, a que llaman "Aras" los Italos; a otras tres arrastra el Euro desde la alta mar a los estrechos y las sirtes del fondo, ¡miserando espectáculo!, y las encalla entre bajíos y las rodea con un banco de arena. A la vista de Eneas, una enorme oleada se desploma en la popa de la nave que llevaba los Licios y al fiel Oronte; ábrese, y el piloto cae de cabeza en el mar; tres veces las olas voltean la nave, girando en su derredor; hasta que al fin se la traga un rápido torbellino. Vense algunos pocos nadando por el inmenso piélago, armas de guerreros, tablones y preseas troyanas. Ceden ya al temporal, vencidas, la pujante nave de Ilioneo, la del fuerte Acates y las que montan Abante y el anciano Aletes; todas reciben al enemigo mar por las flojas junturas de sus costados, y se rajan por todas partes.
Entretanto, Neptuno advierte que anda revuelto el mar con gran murmullo, ve la tempestad desatada y las aguas que rebotan desde los más hondos abismos, con lo que gravemente conmovido y mirando a lo alto, sacó la serena cabeza por cima de las olas, y contempló la armada de Eneas esparcida por todo el mar, y a los troyanos acosados en la tempestad y por el estrago del cielo. No se ocultaron al hermano de Juno los engaños y las iras de ésta, y llamando a sí al Euro y al Céfiro, les habla de esta manera: "¿Tal soberbia os infunde vuestro linaje? ¿Ya, ¡oh vientos!, osáis, sin contar con mi numen, mezclar el cielo con la tierra y levantar tamañas moles? Yo os juro... Mas antes importa sosegar las alborotadas olas; luego me pagaréis el desacato con sin igual castigo. Huid de aquí, y decid a vuestro rey que no a él sino a mí dio la suerte el imperio del mar y el fiero tridente. El domina en su ásperos riscos, morada tuya ¡oh, Euro! Blasone Eolo en aquella mansión como señor, y reine en la cerrada cárcel de los vientos". Dice, y aun antes de concluir, aplaca las hinchadas olas, ahuyenta las apiñadas nubes y descubre de nuevo el sol; Cimotoe y Tritón desencallan las naves de entre los agudos escollos; el mismo dios las levanta con su tridente y descubre los grandes bajíos, y sosiega la mar, y con las ligeras ruedas de su carro se desliza por la superficie de las olas. (La Eneida. Primer Libro)
HORACIO
El poeta nacido en Venusia fue otro de los protegidos por Mecenas, que le proporcionó una confortable villa en las colinas Sabinas en la que pudo escribir con todo su talento a favor del Emperador.
Su poesía es la manifestación de una perfección formal sin precedentes y expresión de una forma de vida anclada en el sosiego, la reflexión y la comodidad. De Horacio destacamos dos títulos:
Las Odas, un ejemplo de belleza de la palabra tanto para escolares como para hombres cultos de todos los tiempos. Bajo la influencia de poetas griegos como Safo, Alceo o Píndaro, trata Horacio temas personales y cotidianos, sus experiencias vitales, sus viajes, la relación con sus amigos, los escarceos amorosos, las delicias del campo, del vino, etc., junto con otros de mayor trascendencia pública. En las Odas se muestra como un profundo conocedor de la "naturaleza humana", fruto de una profunda preocupación sobre la condición del hombre.
Ars Poetica de Horacio
Si quisiesse un pintor en la cabeça
que está pintando de una hermosa dama
hazer el cuello de caballo y crines,
el cuerpo de ave con diversas plumas
de infinitas colores variado,
y que del lo postrero rematase
en una cola de ligero pece,
¿podríades tener la risa acaso
los amigos que a verla habéis venido?
Creed, Pisones, que la poesía
será muy semejante a estas pinturas
si en ella se fingieren vanos sueños,
como de algún enfermo de modorra
cuya cabeça y pies no correspondan
con toda la figura y proporciones.
Verdad es que pintores y poetas
tienen para fingir una licencia
(bien lo sabemos, y el perdón pedimos,
y otras veces también solemos darle),
mas no tampoco en tanto desvarío
ACTIVIDAD UNO
1. Según la introducción, ¿Cómo surge el Imperio Romano?
2. A la luz de la introducción, ¿qué relación guardan el Imperio Romano con la Civilización Griega?
3. ¿Cuál es la importancia de Plauto para la cultura romana?
4. ¿De qué habla el Acto IV – Escena X? Dramaticémosla.
5. Háblenos de Julio César y Cicerón... Virgilio, Horacio y Ovidio...
6. Explique cuál es el asunto tratado en el fragmento La Eneida de Virgilio
7. ¿De qué nos habla Ars Poetica?
8. ¿A qué hace referencia el fragmento de La Primera Catilinaria?
9. Indague de que trata “Tristes y Pónticas” de Ovidio
10.¿Cuál es la importancia de Séneca para la Literatura Romana?
4. ACCIONES PARA RECONSTRUIR EL CONOCIMIENTO
A través de un mapa conceptual resumamos la temática vista. Para entregar al profesor.
5. ACCIONES PARA VERIFICAR EL CONOCIMIENTO
Redacte un ensayo a dos cuartillas, haciendo uso de las normas ICONTEC, en donde dé un juicio valorativo de la Literatura Romana. Para entregar al profesor.
6. CIBERGRAFÍA