Si la internet es una poderosa y nutritiva caja de Petri, el plagio es la resistente bacteria que contamina sus paredes sin que, por ahora, podamos hacer nada para detenerla. Las grandes corporaciones –como Google o Facebook– estimulan, lo quieran o no, esta práctica: material escrito y audiovisual circula por la web sin ninguna restricción, sin notas al pie con información sobre sus creadores. A veces ese material se desvanece en el extrarradio de un puñado de amigos, pero también sucede que se extiende hasta proporciones inimaginables. Es probable que el lector haya leído cuando menos uno de esos poemas zalameros, de inclinación judeo-cristiana, a los que se les ha acuñado la falsa autoría de Borges o García Márquez.
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Vivimos en la era del plagio. En 2012 la Feria del Libro de Guadalajara debió decidir si entregaba o no su premio más importante al escritor Alfredo Bryce Echenique, el caso más sobresaliente de plagio en los últimos años. Bryce Echenique es autor de -40 de sus artículos periodísticos. Ese es el número de plagios descubiertos a la fecha. Una marca que pocos escritores de su talla podrían igualar. Guadalajara optó por conceder el premio bajo la incesante lluvia de críticas, firmando un mal precedente mundial. El jurado se sostuvo en un hecho innegable: a Bryce Echenique se le han encontrado plagios en su obra periodística, nunca en su obra literaria. Sí, es verdad. Con esa socarrona calma el plagio se instaló en nuestra cultura.
Podríamos continuar. La novela La vida de Pi, un abrumador éxito en ventas que fue adaptado a otro éxito, esta vez cinematográfico, fue escrita por el canadiense Yann Martel. Las coincidencias argumentales entre la novela de Martel, publicada en 2001, y otra publicada por el escritor brasileño Moacyr Scliar en 1981, hicieron pensar a la prensa británica que se trataba de un plagio. El cerco de acusaciones se cerró en torno de Martel hasta hacerle revelar en una entrevista que sí había leído la reseña de Max e os felinos, de Moacyr, y que de allí había obtenido la inspiración para La vida de Pi, en la que el jaguar se transformó en tigre de bengala. Había leído la reseña, pero no el libro. Varios premios literarios y cuatro Oscar después, el asunto comienza a ser olvidado.
Colombia no es excepción. Los casos de plagio se cuentan a manos llenas; mientras que unos pasan desapercibidos, y solo retumban en estrechos círculos académicos, otros se trasladan al ámbito de lo público, donde se hace un festín con ellos pero, al final, quedan impunes. El portal PlagioS.O.S., un sitio que hace seguimiento y recibe denuncias sobre los derechos de autor, contiene material bien documentado sobre cuatro plagios colombianos. Dos de ellos afectan a las universidades Nacional y Pontificia Bolivariana; esta última ha borrado de sus bases de datos el artículo en disputa, pero en el portal puede consultarse su versión debidamente escaneada y citada. En el otro extremo están las llamativas coincidencias que la revista digital Fotocopias colombianas ha venido descubriendo. Revistas para adultos como Don Juan y SoHo, y cotizados fotógrafos como Hernán Puentes, sobresalen por su falta de creatividad o, parafraseando la excusa predilecta de los acusados, su marcada tendencia a buscar inspiración en otras revistas.
Si es plagio o inspiración, el asunto concierne menos a la opinión de periodistas y lectores, y más a quienes están en la obligación de hacer cumplir las leyes. No es un reto sencillo debido al gigantesco volumen de material al que cobijan, pero una buena manera de enfrentarlo es con el “afianzamiento de una cultura de respeto al derecho de autor”. Extraigo la cita del comunicado con el que la Dirección Nacional de Derecho de Autor dio la bienvenida a su nuevo director, el abogado Giancarlo Marcenaro, el 15 de julio de este año. Un bonito aforismo que pide a gritos su ingreso en el terreno de lo práctico.
Por: Juan Villamil