LA ÚLTIMA Y ME VOY
(Cuento Participante en el III Cuncurso Nacional de Cuento)
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Jaime Manuel Aldana Aldana
El
Corozo es un hermoso pueblo con las típicas características costeñas. A cambio
de terrenos cenagosos poblados de haciendas bananeras con oscuras y negras
historias de muerte y terror, El Corozo es atravesado por un arroyo que recoge
las aguas malolientes producto de las materias fecales de sus habitantes y un
matadero no lejos de la localidad. No pasa el tren pero lo divide la troncal
que recorre el país de sur a norte y un embrujado y moderno aeropuerto. Su sol
resplandeciente produce el calor suficiente para hacer alucinar a sus
habitantes hasta el delirio. Sin embargo, la muchedumbre zigzaguea sus calles
en busca de los productos del quehacer diario y de los últimos chismes de la
política y la farándula local. Su gente es alegre, ellos saben que por muy
fuerte que sea la “addentía”, como suelen expresar algunos de sus habitantes
más antiguos, a las seis de la tarde el fogaje que emerge de las paredes y las
calles empezará a desaparecer paulatinamente.
Manuel
Lorenzo, un profesor de más de veinti y cuatro años de experiencia en el arte
de corretear chiquillos mal educados, es uno de esos personajes que circunda
las calles y el parque del pueblo cuando tiene ratos libres.
Tiene
aproximadamente cincuenta años, de piel cobriza producto de los paseos
vespertinos de su casa al parque y viceversa, una barriga prominente que ha
alojado muchísimas cervezas, con una cara redonda adornada por un moribundo
bigote, y una pronunciada calvicie la que es ocultada sagazmente con una gorra
verde, recuerdo del último equipo de softbol en el cual militó.
Por
su forma de vestir parece que se hubiese congelado en el tiempo, las modas para
Lorenzo no le preocupan, él sigue aferrado a sus pantalones de lino oscuro con
tres pliegues a la altura de la ingle y las camisas… esos es lo de menos…
--Tengo
muchas camisetas de los equipos de softbol en los que jugué –afirma con
orgullo.
Sus
talones han sido vilmente torturados con las callosidades que las sandalias de
caucho le han producido en los atardeceres calurosos de la región caribeña. Ha
caminado tanto de la casa al parque que muchos dicen que si llegara a quedar
invidente no tendría problemas, pues tras de que su casa queda a dos cuadras
del parque, su monótona ruta ya es de su pleno conocimiento: en su mente existe
un plano de las calles con sus huecos, losas de cemento levantadas, los saludos
de sus amigos...
Este
profesor, de los buenos; porque también hay malos y regulares, según afirma,
tiene un compañero fiel: su radio Sony de dos baterías. Este artilugio ha sido
su amigo verdadero. Lo acompaña en las buenas y en las malas desde hace
veinticinco años o algo más. Es tan antiguo que en pleno siglo XXI no tiene
posibilidades de adaptarlo a la energía.
Quizá
por la relación de años los dos, radio y profesor han establecido una camaradería
única en el mundo. A través de él Manuel se ha enterado de la historia macabra
de Colombia de los últimos cincuenta y tantos años. Ha sido tal la empatía que
el Sony le informa la hora cuando él la quiere escuchar. En él ha observado las
diversas manifestaciones de la violencia en el País. Ha vivido en cinco a cero de
Colombia frente a Argentina, las encuestas políticas que dicen que al presidente
de turno no lo tumba nadie. Y la última gran noticia: la gripe porcina, que en
una de sus cavilaciones decidió llamar el catarro del marrano, porque según él,
marrano el que se la deje pegar.
Una
tarde de domingo Lorenzo pasó por el frente de la cárcel municipal y observó
con asombro la fila de carros finos que adornaban los alrededores de dicho
centro de reclusión. Llegó a la refresquería más cercana, la de don Justo.
--Esos
carros… otra vez… -pensó mientras sacaba el taburete de la mesa para sentarse.
--Una
cerveza Justo –expresó dubitativamente.
Con
mucho cuidado colocó en la mesa el radio que llevaba abrazado a su costilla
derecha. Se tomó un gran sorbo de cerveza y empezó a meditar a raíz de la
escena que acababa de observar.
--Caramba,
hace mucho rato los domingos en la cárcel el cuadro era diferente Justo…
--¿Por
qué Manuel?, ¿ya no hay madres visitando a sus hijos?
--Antes
veía a las viejas –así le decía con cariño a las madres de los presos-
recostadas a la pared con uno de los hombros, con el pelo blanco, un gancho de
mariposa negro que medio recogía las greñas en la parte de atrás de la cabeza,
una bolsita de papel –parecida a la del doctor Chapatín, ¿la recuerdas justo?
pero con manchas de grasa, un vestido entero con elástico en la cintura y unas
sandalias polvorientas… se les veía el dolor, la amargura, la tristeza de tener
a su hijo preso sin quien la ayudara siquiera a entrar para entregarle unas
papas fritas que acababa de comprar con tanto esfuerzo en el palacio del
colesterol. Dame otra Justo. Y lo peor de todo era que a veces se gastaban todo
el día y no lograban ver a su hijo.
--¿Y
cuál es la diferencia con el día de hoy Manuel?
--Casi
nada, hoy los visitantes de la cárcel son de la alta… ¿cómo ha cambiado el
tiempo Justo?
--En
la prensa me enteré de eso, tú sabes que yo de aquí no salgo –le replicó Justo
--Llegan
en carros finos, todas unas señoras con gafas negras que le cubren de la nariz
a la frente, con litros de gaseosas y una cantidad de bolsas vaya una a saber
que irá dentro de ellas. Pero no todos son familiares, mi amigo me dijo una de
estas mañanas que algunos son amigos pidiendo puestos en las gobernaciones, en
las alcaldías...
--¿Cómo
así Manuel? –le inquirió Justo.
--Sí,
son políticos que están encarcelados, pero todavía manejan los hilos del poder
e incluso se dice que algunos de los ilustres visitantes van a rendirles cuenta
de lo que hacen… Una más Justo. Además dicen que allí se toman decisiones…
A
Manuel se le hizo tarde, Justo lo dejó dormido dentro del negocio, igual no era
la primera vez que salía de la refresquería para el salón de clases.
En
la madrugada, entre dormido y despierto, se encuentra con su amigo de los
últimos veinte y tantos años; empieza a dialogar con el que nunca le ha negado
un minuto de su tiempo. A esa hora, Manuel deja a su interlocutor hablando
solo.
Manuel
cae nuevamente en los brazos de Morfeo, rendido; sin embargo en su conciencia
empiezan a revolotear locas ideas, fruto de la conversación que el día anterior
había tenido con Justo.
--Estamos
quebrados, la crisis mundial nos tiene… no se vende casi nada, mijo el
laboratorio; lo único que nos queda, va a quebrar, el Presidente no me pasa al
teléfono, tus colegas del congreso no me quieren ayudar… estoy desesperada…
¿qué hacemos?...
--Mija,
no queda otra opción, solamente nos puede salvar la vacuna que hemos creado,
luego para eso, y que Dios nos perdone, debemos dejar escapar el virus, pero
hagámoslo en un país del norte, allá sí tienen la plata para comprarnos la
vacuna, salimos de la crisis y de paso le pagamos al juez para que acelere mi
salida…